De Ibio a Corrales de Buelna
La historia singular de la casa
El origen de esta casa del último cuarto del siglo XIX tiene su cimiento en una fiesta mariana que los padres dominicos institucionalizaron en la Edad Media el último domingo de mayo.
Dicha fiesta, con su romería, se viene celebrando en Las Caldas de Besaya, localidad perteneciente al municipio corraliego, desde el siglo XVII. Fue entonces cuando la orden de predicadores tomó asiento en un collado en el que había una ermita donde se veneraba a la Virgen de las Caldas.
En dicha romería, Domingo Díaz de Bustamante, un indiano recién llegado de la Habana, se encontró por primera vez con Felisa Campuzano Rodríguez. Domingo, natural de Herrera de Ibio, emigró a Cuba en 1817 reclamado por su hermano mayor. Tenía entonces 14 años. Volvió con 53 años dispuesto a fundar un hogar.
Felisa, natural de los Corrales de Buelna, era hermana del Conde de Mansilla, cuya casa solariega disponía de un extenso jardín. Domingo compraría al conde una buena parte de ese mismo jardín, para hacer su casa de verano.
De esas dos casualidades surge la casa, a la que cabe añadir una tercera que da una pista sobre el tipo de arquitectura: en La Habana de mediados del siglo XIX, los emigrantes europeos que hicieron fortuna comerciando con azúcar, tabaco y otros productos, construyeron grandes edificios y mansiones, algunos de los cuales fueron diseñados por arquitectos franceses. Puede que don Domingo se sintiera más cerca de su segunda patria construyéndose una similar a las que habitó en el Caribe.
Su siguiente propietario fue su hijo Felipe Díaz de Bustamante Campuzano, ingeniero agrónomo de profesión. Este, con su matrimonio con María Quijano de la Colina, entroncó con la primogénita del abogado y pionero de la siderurgia en Cantabria José María Quijano Fernández-Hontoria, a quien conoció precisamente durante su veraneo en los Corrales de Buelna.
La casa solariega de los Quijanos y la de veraneo de los Díaz de Bustamante -estos vivían en Madrid- distaban y distan pocos metros la una de otra. Ambas familias compartían vecindad, solo rota por un espacio conocido por la Rasilla, que hoy es una plaza urbanizada. En aquella época de finales del siglo XIX la plaza la constituía una pradera con plátanos y caminillos de tierra, y como cualquier pueblo montañes allí estaba –y ahí está- la bolera de pista de tierra, donde los mozos jugaban y juegan a los bolos.
Durante la guerra civil española la casa fue casa cuartel, y fue víctima del fuego. Fue reconstruida en los años cuarenta del siglo XX siguiendo su estilo original por la nuera del indiano, María Quijano.
El magnífico jardín que rodea la casa es el fruto de los cuidados de los propietarios durante siglo y medio, y cuenta el jardín con varios ejemplares catalogados como árboles singulares de Cantabria.
Se cuenta que en una sequoya del jardín habitaron durante muchos años una familia de malvises. Su armonioso canto era secundado por Sigfrido, un canario al que entusiasmaba Wagner tanto o más que a sus dueños.
Sigfrido, propiedad de María Quijano, vivía enjaulado, pero todos los días su dueña lo sacaba a la terraza. Éste, nada más sentir el aire fresco cantaba a la libertad siendo respondido sus trinos por otros pájaros. Y aunque el mapa de aves canoras no se hizo, Faustino, un jardinero que cuidó de flores, plantas y caminos más de medio siglo, sabía que en los plátanos anidaban gorriones y urracas y en lo más frondoso de un tejo cantaba encelado un ruiseñor, mientras mirlos, malvises y tordos se repartían por tilos, tejos y pinos.
Hoy en día el jardín lo preside majestuosamente un pino centenario de Monterrey, que Felipe Díaz de Bustamante plantó en el jardín teniendo siete años.
Texto: Donata Díaz de Bustamante